Shinobi

Era un turbio lugar, y a él había acudido un señor anónimo para tratar turbios asuntos con el dirigente de un turbio negocio. Era todo muy turbio.

El negocio era de ese tipo al que nadie reconoce haber acudido, pero al que acabas solicitando sus servicios alguna vez para solucionar tus problemas de forma expeditiva. Y por supuesto, turbia.

No. No era un prostíbulo, sino la sede de un gremio de asesinos.

—Verá, es la primera vez que necesito contratar sus servicios —dijo el señor anónimo sentado en un sillón frente al jefe del gremio. Sólo una mesa los separaba, la cual no era turbia, aunque sí de un color oscuro, al igual que la decoración general de la sala, con sólo una lámpara de escritorio como único foco de luz.

—Ha venido al lugar indicado —dijo el líder gremial, apenas visible, oculto en las sombras ligeramente apartado del haz de luz. Su voz, calmada y tranquila, y turbia, por supuesto, apenas mostraba emoción—. No le haremos preguntas personales, sólo las necesarias para llevar acabo el trabajo.

—Tengo entendido que son muy buenos. No se ofenda, pero… No quiero fallos, ¿entiende? —dijo con preocupación en su voz—. De lo contrario ese tipo podría reaccionar y mandar a alguien contra mí —añadió limpiándose el sudor de la frente con un pañuelo.

—No tiene de qué preocuparse, mis asesinos son los mejores. Capaces de acabar con quien sea y de infiltrarse dónde sea —dijo sin cambiar el tono de voz.

Acto seguido, chasqueó los dedos y una figura[1] vestida de azul marino surgió de entre las sombras en las que había estado fusionada, prácticamente enfrente del sorprendido cliente. Había estado ahí todo este rato y el señor no había sido capaz de verlo.

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—¡Oh! ¡Magnífico! —exclamó—. ¿Y son leales? Temo que a quien quiero que se carguen haga una contraoferta. Es muy rico, ¿sabe?

—Totalmente leales —dijo y volvió a chasquear los dedos.

El asesino hizo un movimiento tan perfecto que apenas pudo ser visto, cuyo resultado fue que una cuchilla voló hasta clavarse en el cuello del cliente.

—Pero… pero… ¡Qué haces, apardalao! ¿Para qué lo matas? —exclamó el jefe, mientras el cliente moría con cara de sorpresa.

—Ha chasqueado los dedos, señor. La señal de matar, ¿no?

—¡No! Era la señal para que te suicidaras y mostraras tu lealtad, no para que te cargues a este señor, idiota —protestó.

—Vaya. Pues me parece una señal algo ambigua. Porque hace lo mismo cuando quiere que matemos a alguien presente, demos una paliza, o salgamos del escondite.

—La verdad es que chasquea para todo —dijo otra voz desde su escondite.

—Pues esta vez era el chasquido de suicidarse —renegó el líder—. A ver si estáis más atentos.

—Aclárese, porque el otro día usted chasqueó los dedos para que le sirvieran el té y Oroshimo se suicidó tontamente para probar su lealtad—reprendió el primer asesino

—Claro —aportó otra tercera voz—. De palmas para una cosa, chasquidos para otra, silbidos…

Bueno, entonces que hago, ¿me suicido o no? dijo el primer asesino, molesto.

—No, déjalo, ya da igual. El cliente está muerto y no lo va a apreciar.

—Vale. Pero para la próxima chasquee la lengua para el suicidio de lealtad. Solo faltaría que me suicidara por error cuando quiere que mate a alguien. Anda que…

[1] Más que turbia era inquietante. Pero sí, algunas turbulencias tenía.

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