La granja del tesoro (4)

Parte 4

Pues sí, una vez encontré la trampilla que conducía al sótano, bajé un par de escalones. También estaba oscuro, o mejor dicho, no había absolutamente nada de luz abajo. Aún así, pude manejarme. En lugar de bajar del todo, opté por encaramarme entre las vigas de madera que sujetaban el techo, de manera que tendría mejor control de la situación.

Me moví entre los travesaños como una araña. Uno de las herramientas con las que cuento es un hongo fluorescente. En realidad es un tipo de moho que cría en las piedras de determinadas cavernas. Normalmente emite un fulgor débil, pero gracias a mi visión en la luz tenue, me permite ver razonablemente bien, especialmente en un lugar cerrado y no muy grande como era este sótano. Lo dejé caer para que iluminara desde el suelo y, desde mi posición busqué con la mirada dónde podrían estar los cristales guardados.

Entonces, la trampilla de entrada se abrió, dejando entrar la luz naranja de una vela, a lo que siguieron los pasos de alguien que bajaba las escaleras… y eran pasos de persona. Quedé quieta, inmóvil tal y como estaría una gárgola, invisible a cualquier escrutinio.

Un humano macho de avanzada edad y aspecto deplorable, avanzó por la estancia con una vela que protegía con una mano para que el aire al avanzar no la apagara. Además, murmuraba constantemente para sí mismo en una verborrea ininteligible. ¿Quizá sería el viejo Lyachand? Sus hijos decían que había muerto, pero nunca vieron el cadáver ni confirmaron su muerte, así que no podía darlo oficialmente por muerto.

En cualquiera de los casos, no quise correr riesgos. Con cuidado, saqué la cerbatana y le disparé un dardo.

Cuando se le clavó en el cuello, el humano se echó mano al picotazo, se quejó en murmullos, o quizá seguía verborreando lo que fuera que estuviera diciendo, se tambaleó un poco, y cayó al suelo. A los pocos segundos ya estaba inconsciente. E incluso en este estado, seguía murmurando cosas.

Agudicé el oído para asegurarme de que nadie más estaba cerca, y bajé de mi escondite. Até al humano de manos y pies y le puse una mordaza.

Aún pasarían unas horas hasta que recobrara el sentido, así que seguí buscando la caja de los granjeros.

Tras una búsqueda que se extendió un rato largo, porque no quería hacer ruido, la encontré escondida en la despensa, entre varios botes de comida. Dentro, apenas habían doscientos toquens. ¿Eran estos los ahorros de toda una vida de toda una familia? Algo olía mal en todo este asunto, y me temía lo peor.

Guardé la caja en uno de los bolsillos de mi ropa, y le dí un par de bofetadas suaves al viejo, hasta que despertó.

Cuando abrió los ojos, tardó un poco en enfocar la vista y poder verme bien. En lugar del típico pataleo y forcejeo que todo el mundo hace en estos casos, se limitó a mirarme con muy mala cara y a proferir de todo. Por suerte la mordaza evitaba que pudiera llegar a articular nada.

—¿Se ha tranquilizado ya? —le dije—. No he venido a hacerle daño… de momento. ¿Es usted el viejo Lyachand? Si lo es, asienta con la cabeza. Si no lo es, no asienta.

El humano asintió.

Y siguió asintiendo.

Entonces, me di cuenta de que el humano tenía un tic y movía la cabeza constantemente.

—Si es usted el viejo Lyachand, parpadee con fuerza —y lo hizo—. Le informo de que sus hijos me han contratado para recuperar su dinero. Le dan por muerto, pero, supongo que también estarán contentos si le rescato de aquí. Por un extra, por supuesto. Aunque esto que tienen ahorrado no da para mucho.

En realidad, el viejo Lyachand había puesto una expresión de extrañeza desde mitad de frase. Concretamente, cuando mencioné lo de «sus hijos». Definitivamente, algo no era lo que parecía.

—Le voy a quitar la mordaza para que hable, pero no grite porque estamos rodeados de individuos hostiles. ¿Entiende lo que le digo? —pensé que igual no hablaba mi idioma. Todas los posibilidades son posibles.

El humano volvió a parpadear. Le quité la mordaza.

—¡Quién coño eres tú! ¡Que haces en mi puta casa! —gritó.

Le volví a amordazar. Odio las malas palabras No entiendo porqué la gente tiene que soltarlas tan gratuita e innecesariamente.

—Le agradecería que no usara ese lenguaje; puede decir lo mismo sin decir malas palabras. Es muy molesto para mí. ¿Va a hablar bien?

El humano asintió. Le quité la mordaza.

—¡Vete a la puta mierda tú y tus putos modales de…!

Le volví a poner la mordaza inmediatamente.

—Mire, así no vamos a ninguna parte. Como le he informado, estamos rodeados de agentes hostiles relativamente peligrosos. Sus hijos me han contratado para devolverles su dinero. No me han dicho nada de rescatarle a usted, así que no tengo porqué hacerlo, pero me parece de mala educación abandonarlo aquí a su suerte. Pero si me lo va a poner difícil, tendré que drogarle otra vez para desatarle, y asegurarme de estar lo más lejos posible de sus gritos para cuando despierte.

El humano volvió a decir algo que la mordaza amortiguaba, pero en su tono y forma de mirarme, algo me indicaba que me estaba advirtiendo de algo.

Algo dentro de mí, me dio una pista. Así que le pregunté:

—Esos tipos que me han contratado… ¿son sus hijos?

El viejo negó con la cabeza con furia. Me lo estaba viendo venir; es de primero de incursor, y yo había caído como una novata.

—Entonces, estos toquens son suyos y no de ellos, ¿verdad?

El humano asintió. O quizá fuera el tic.

Vale. Así que, me habían contratado para recuperar sus cristales, pero ahora resultaba que no eran sus cristales, por lo tanto, no había nada que recuperar y el contrato, por ende, quedaba anulado.

—Vale. No pasa nada, ha sido un error mio y me disculpo. Aquí le devuelvo sus toquens —dije depositando la caja en el suelo—. Ahora, ya que estoy aquí, ¿quiere que le rescate? Me resultaría muy molesto haber hecho todo el viaje en balde, ¿sabe?

El humano renegó y despotricó. De verdad, los humanos tienen que complicarlo todo.

Saqué el frasquito de veneno adormecedor y una aguja.

—Como veo que no llegamos a un acuerdo, le voy a dormir y yo me voy a seguir con mis cosas. Cuando despierte, estará desatado.

El humano dijo una serie de cosas. Parecía que intentaba comunicarse.

—Le voy a quitar la mordaza, pero por favor se lo pido; no hable mal. Y vocalice.

Le quité lentamente la mordaza, lista para volver a colocarla en su sitio a la primera palabra mal sonante.

El humano pareció controlarse.

—¡Isos guachos no son mis fillos! ¡Son unos … son bandidos! ¡Querén robarme mi tesoro!

Ahora todo tenía sentido.

—¡Pero no lo encontrarán nunca! ¡Nunca!¡JA, JA, JA, JA, JA, JA, JA!

—¿Hace falta que chille tanto? —le supliqué—. Le puedo entender igualmente si habla más bajo, lo cual es mucho más preferible para no atraer la atención.

—Nunca encontrarán mi tesoro. Lo tengo enterrado. Y nadie sabe dónde está, solo yo. ¡Solo yo!

—Me parece genial, pero no me interesa realmente mucho. ¿Quiere que lo rescate o no? Siendo que tiene un tesoro escondido, deduzco que ahora puede pagarme.

—¡Por supuesto que puedo pagarle! ¡Podría construirle un palacio si quisiera! Mi tesoro vale un imperio, ¡Un imperio!

—Vale. Mis honorarios son de setecientos toquens por una extracción. Está ¿de acuerdo?

—Oh… Mi tesoro vale mucho más que eso… —dijo con una mirada llena de brillo—. ¿Setecientos quieres? Mil te daré. ¡Dos mil! Puedo pagarte lo que quiera.

—Estupendo pues. Pero con setecientos será suficiente. Ahora, solo para el registro, explíqueme qué ha pasado aquí. De momento, deduzco que esos bandidos conocían de la existencia de su tesoro y pretendían robárselo. Lo que no entiendo es lo de las gallinas. ¿Son acaso guardias suyos?

—¡No! ¡Para nada!

El humano me explico la historia, pero no me lo puso fácil. Daba muchos rodeos y desvariaba todavía más, aparte de que a veces saltaba a su dialecto local y no le entendía. Resumiendo la historia, el humano vivía solo en la granja como un ermitaño, apartado de la sociedad y viviendo de lo que sus animales y huerta le proveía. Ocasionalmente vendía algunos de los productos a gente local, con lo que pagar los impuestos necesarios al terrateniente local. A parte de eso, apenas necesitaba más toquens.

Sin embargo, un buen día, encontró su tesoro, que, según sus palabras, consistía en la mayor piedra preciosa que nunca nadie había visto, algo digno de un emperador. El viejo la enterró en un lugar seguro, para, algún día, retirarse de su vida de ermitaño, y mudarse a la gran ciudad. Esto no lo acabé de entender, pero tampoco me importaba; yo no estaba ahí para juzgar a nadie.

La cuestión es que el rumor de que había un tesoro corrió por la zona y, de vez en cuando, algún que otro ladrón ocasional había intentado hacerse con él. En ningún momento me especificó que había pasado con dicho ladrón, pero sospecho que su huerta conseguía nutrientes adicionales. Tampoco voy a juzgar esas cosas; cada uno tiene derecho a defenderse como buenamente pueda, y si esos ladrones han acabado bajo tierra es culpa suya, por ineptos.

En cuanto a todo este lío de las gallinas, no tiene nada que ver. Parece ser que un día, un carromato que venía de las tierras de un mago, cargando varios residuos alquímicos de sus asuntos, tubo un accidente y uno de los barriles se le cayó del carro, rodó y acabó por chocar en su granja, rociando a la mayoría de sus gallinas.

Al principio no le prestó atención, pero a los pocos días, estas se pusieron violentas de una forma muy ordenada y calculada. No solo eso, sino que habían conseguido domar a los otros animales y los usaban en su rebelión.

El pobre humano se refugió en la casa, apuntaló puertas y ventanas y aquí se quedó, a ver si pasaba el asunto por sí solo.

Lo siguiente que sabe, es que aparecí yo.

Ahora, en base a esta información, deduzco que los bandidos vendrían a robar el famoso tesoro, pero se encontraron con un ataque sorpresa por parte de las gallinas y del resto de animales, del que consiguieron huir relativamente a salvo, pero humillados. Ellos supusieron que el viejo debió haber sido víctima de todo esta historia absurda y estaría muerto, pero no se atrevían a volver a la granja. Les caí como una bendición.

Una vez las cosas claras, y cuando el anciano hubo desenterrado la auténtica caja que albergaba la joya, que estaba también en el sótano, estábamos listos para salir.

El problema era que, si bien yo era capaz de entrar y salir sin ser vista, sacar a otra persona lo complicaba todo. Obviamente, un civil no entrenado en el arte del subterfugio, llamaría la atención en cualquier momento. Especialmente un civil que no paraba de farfullar, y gritaba incoherencias de vez en cuando sin motivo aparente.

Esto iba a ser un reto, pero este tipo de situaciones que se salían de la zona de seguridad, eran algo para lo que yo estaba psicológicamente preparada. Todo era cuestión de pensar planes alternativos, adaptarse e improvisar tranquila y meticulosamente.

Cosa que no pudo ser, porque de un momento al otro, el humano había salido corriendo escaleras arriba voceando como un demente.

Definitivamente, no estaba resultando un día fácil.

Para cuando llegué arriba, el anciano había abierto la puerta y salido al exterior, y estaba gritando nuevamente improperios de todo tipo al aire, aparentemente con la intención de insultar a los bandidos que habían intentado robar su tesoro. Aparte de no estar consiguiendo lo que se proponía, lo que sí estaba haciendo era atraer la atención de todas las aves.

Apenas di un paso fuera para retenerlo, vi como unas cuantas gallinas estaban corriendo hacía el anciano (¿se puede decir que las gallinas corren? Tiene razón, no es relevante). La situación me estaba empujando hacía donde no quería ir, al combate abierto y contra varios enemigos simultáneos.

—Pero tengo entendido que los asesinos varadiktas son los guerrero más temidos del mundo, Todo el mundo teme enfrentarse con uno —dijo el escribano.

—Eso es inexacto. Somos temibles asesinos, mortales depredadores, infalibles subterfugos…

—Son muy buenos en lo suyo, lo he pillado…

—Pero, debido a nuestra falta en los reflejos, somos unos pésimos guerreros. Evitamos el conflicto cara a cara en lo posible. Si no hay más remedio, usamos técnicas especiales, pero casi siempre contra solo un enemigo; escogemos cuidadosamente el campo de batalla. Por eso somos asesinos en la sombra; para evitar el conflicto cara a cara. Y porque es mucho más elegante, por supuesto.

—Por supuesto.

—Pero en este caso, todo estaba saliendo fatal. Como le iba diciendo, varias gallinas se acercaban a la carrera… En serio, ¿se llama correr a lo que hacen esos animales?

—Para usted, las gallinas hacen lo que quiera. Continúe, por favor.

En tal situación, opté por una estrategia que suele funcionar. Lo primero, fue dispararle un dardo tranquilizador al anciano desde mi posición en la casa.

El hombre me miró, molesto, y se derrumbó, inconsciente.

La primera gallina no se hizo esperar. Lo escudriñó y picoteó un poco, para asegurarse que estaba inconsciente (supongo). Le disparé a ella también un dardo.

Rápidamente me encaramé a los travesaños del techo y me preparé, oculta en las sombras.

Como había previsto, las gallinas habían visto a su compañera caer. Una de ellas entró en la casa, despacio, sin fiarse.

Me encontraba justo sobre la puerta. En cuanto hubo entrado, la cerré y, con un hilo de pescar atunes, la ahorqué.

Ya me había deshecho de dos, aunque no tenía claro cuántas quedarían. Ahora quería moverme a otra posición, pero no tuve tiempo. Algo golpeó la puerta con tal fuerza que hizo temblar las paredes. Esta crujió y algunas astillas saltaron por todas partes.

Hubo otro golpe. La puerta crujió de manera lastimosa. Un tercero la destrozó e hizo caer. La causante de tal acto había sido una vaca, a la que habían hecho cargar una y otra vez. Ahora, asomaba la cabeza intentando entrar, pero apenas cabía por ella. Tres gallinas saltaron… o volaron… o ambas cosas, por encima de la vaca y se posaron en el suelo. Mostraron interés por el cuerpo inerte de su compañera que colgaba muerta del cable. Parecieron cacarearse cosas unas a otras; se estaban comunicando y organizando, y tras esto, se separaron cada una en una dirección diferente.

La vaca, aunque no llegó a entrar, se quedó en la puerta, atenta a cualquier cosa. Esto me complicaba las cosas, ya que las gallinas, cada una por su lado, eran blanco fácil. Pero con la mirada atenta e inquisitiva que caracteriza a las vacas, podría delatarme en cualquier momento.

—Usted no conoce la expresión «como las vacas miran a la caravana», ¿verdad?

—No. Ya le he dicho que la vida rural es desconocida para mí ¿Qué significa?

—Ya se lo contaré cuando termine.

Una de las gallinas había bajado al sótano, así que esa la dejaría para luego.

Una se había alejado y quedaba más o menos apartada de la mirada implacable de la vaca. Me moví por los palos lentamente, con calma y en silencio, calculando cada movimiento, evitando hacer crujir la madera por mi peso. No tardé en posicionarme sobre la gallina.

Esta andaba curioseando cada rincón de la casa, detrás de muebles e incluso debajo. Por suerte, la gente no suele mirar hacia arriba. Creame, la mayoría de los asesinos prefieren las alturas.

No quería gastar más dardos, ya que no tenía muchos, y no sabía si me haría falta usarlos en otra ocasión.

Descendí de un salto silencioso justo tras la gallina, y con un movimiento preciso, le rompí el cuello. Luego controlé su caída para no hacer ruido. Rápidamente, me hice una con las sombras en un rincón cercano y me aseguré de que todo seguía en orden.

Para alcanzar a la otra gallina, debería sortear la vigilancia del bovino. Volví a subir a los travesaños y avancé por ellos.

La gallina no salía del campo visual de la vaca, ocupada picoteando unas botas que habían en el suelo (la gallina, no la vaca. Perdone, era solo por aclarar).

Aunque no es mi técnica habitual, decidí jugármela, aunque de forma controlada. Murmuré: Arba´ lta Q´afwish. Todo mi cuerpo se camufló con el entorno. Sin perder tiempo, bajé de un salto y fui a romperle el cuello también a esta gallina. Justo avancé a por ella cuando mi paso rompió algo y sonó un «crack»; había pisado un huevo que la gallina, en algún momento, había puesto.

Esto la alertó, y consiguió saltar/volar lejos de mí. El efecto de camuflaje se desvaneció, y me miró con odio en sus ojos inyectados en sangre.

Creame, no hay nada tan horrible, y confuso, como los ojos de una gallina rojos de ira mirándote con odio asesino.

Intenté apresarla, pero me esquivó de un salto, se apoyó en una viga para propulsarse contra mí, me dio un zarpazo en la cara y se posó en el suelo, a corta distancia.

Del corte, me brotó un poco de sangre. No era un herida especialmente mortal, pero escocía mucho, y temía que pudiera infectarse.

Mi mayor temor era la vaca, que pudiera alertar al resto, pero esta nos miraba sin mucho interés, aparte de rumiar tranquilamente.

La gallina se abalanzó otra vez contra mí, me encajó otro zarpazo en la cara, y cayó nuevamente a corta distancia, pero lejos de mis manos.

Para empeorar las cosas, la tercera gallina había subido del sótano.

Lancé al suelo un frasquito. Al impactar contra el suelo, el azufre contenido dentro, junto a otros componentes, creó un destello y mucho humo. En ese momento volví a murmurar Arba´ lta Q´afwish.

Cando el humo se hubo dispersado, las gallinas no vieron rastro de mí. Este es un truco muy común; crea la ilusión de que desaparecemos, cuando en realidad estamos ocultos muy cerca de allí, en mi caso, había vuelto a subir de un salto al travesaño.

Las gallinas me habían perdido el rastro completamente.

Decidí que, ya que nadie me había pagado por eliminar a nadie, y el acuerdo con el humano era simplemente sacarlo de allí con su tesoro, opté por hacer exactamente eso.

El problema ahora era la vaca. Ya me había dado cuenta de que no iba a hacer gran cosa, pero estaba plantada en la puerta, ocupando casi todo el espacio, y no me dejaba pasar. Busqué otra salida alternativa. Las ventanas estaban descartadas porque podrían advertir la ventana abierta. A poca distancia de donde yo me encontraba, estaban las escaleras al piso de arriba.

Me desplacé hasta ellas, sigilosa como una sombra. Subí al piso superior con cautela, extremando las precauciones en caso de que hubiera algún otro peligro imprevisto, pero la encontré vacía. Abrí una ventana, y me asomé ligeramente para otear el terreno.

Fuera, pude ver al anciano Lyachand, todavía inconsciente, y agarrado a su caja. Por la cercanía no había ningún peligro a la vista.

Pensé en las opciones antes de dejarme caer en la semi-flotación. Pensé que, aunque yo consideraba el trato con los bandidos cancelado, estos, seguramente, no compartirían mi opinión y seguirían queriendo el dinero del anciano. Es más, asumía que me estarían vigilando.

Aunque eran solo unos simples bandoleros sin importancia, seguían superándome en número y, si me pillaban desprevenida, podrían suponer un serio problema. Me dejé caer, avancé ligera hasta el humano. Allí, además de él, también estaba la gallina inconsciente. La tomé, cargué al anciano al hombro junto a su caja y me fui de ahí a paso ligero para internarme en el bosque y recuperar mis pertenencias, todo ello sin bajar la guardia, ya que aún quedaban varias gallinas sueltas, y podían estar en cualquier lugar.

En un saco mio, metí, tanto la gallina como el cofre del anciano. Lo enganché al cinto y, con el señor al hombro, procedí a buscar el camino principal, en dirección a Annmoule.

(Continuará…)

Dibujo de portada  pertenece a jbrown67.

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