La fuga de Sara (y Daniel)

Sara y Daniel intentaban ocultar los jadeos de su fuerte respiración y no hacer nada de ruido. Escuchaban, atentos, el sonido zumbante del androide guardián. Pasó cerca de la tapa de alcantarilla por la que acababan de colarse y se alejó.

Esperaron unos minutos para asegurarse.

—Ya se ha ido —dijo Sara.

Daniel activó el holomapa y unas luces pulsantes compusieron una simulación tridimensional de la zona.

—A partir de ahora, deberíamos excavar en esa dirección.

—¿Y si seguimos por las alcantarillas?

—No son fiables. Seguramente hay sistemas de vigilancia, sondas o detectores de calor. Además, hacer un túnel nos permitirá llegar justo al punto exacto.

Daniel armó las piezas del fusil de plasma cóncavo con algo de esfuerzo inexperto. Lo conectó a la batería y emitió un sonido agudo al activarla.

Apretó el gatillo. El haz de luz naranja ablandó la piedra de la pared y en seguida la pulverizó. Poco a poco, avanzaron por el hueco que iba creando. Sara monitorizaba el avance con detector-sonar para evitar tuberías de agua, gas o cualquier otra estructura similar. Al cabo de media hora de trabajo, aparecieron en un gran pasadizo recorrido por unas vías de tren.

Sara se asomó con cautela.

—Debe ser un antiguo ferrocarril subterráneo, de cuando viajaban en esas cosas por debajo de la ciudad.

—Creo que podríamos seguirlo durante unos doscientos metros.

—¿Estás seguro? No sabemos a dónde lleva esta galería. El subsuelo no aparece en el mapa.

—Lo deduzco, porque sigue en esa dirección. Pero, antes, voy a comprobar el aire. —Sacó un medidor Shargeinter. Emitió un sonido muy leve a estática, y unos valores alcanzaron unas escasas líneas en color verde—. Hay algo de contaminación vírica aquí abajo también: ha debido de pasar gente recientemente. Es mejor ponerse los trajes.

Estos, no solo les protegían de los virus en el aire, además evitaba ser detectados por los sensores térmicos de los vigilantes. Los ajustaron mutuamente y acoplaron las máscaras respiratorias. También activaron la visión infrarroja de sus gafas, permitiéndoles ver bastante bien sin usar fuentes de luz delatoras. Tras tomar todas las medidas de seguridad, continuaron caminando por las vías antiguas del metro abandonado.

El sonido a estática aumentó, así como el indicador del Shargeinter.

—Hay más virus por aquí.

—¡Mira! Otro túnel —advirtió Sara—. No somos los únicos en pasar.

—Hay otro más allá. Y otro… Desde luego, tienes razón; por eso hay contaminación. Seguro que alguno de esos insensatos portaba el virus, y ha quebrantado la cuarentena.

—Y ahora, ¿por dónde debemos ir? Seguro que hemos recorrido más de doscientos metros.

—Maldición, aquí pierdo mi sentido de la orientación… Hay demasiados túneles y no sabemos a dónde podrían llevarnos. Será mejor seguir cavando…

Sara le hizo un gesto con la mano para callarle. Señaló hacía la oscuridad de la galería y luego a la pantalla del detector de movimiento; algo se acercaba.

«Androides», vocalizó ella en silencio.

Ambos corrieron en dirección opuesta y se ocultaron en el primer pasaje excavado que encontraron.

—No debimos haber salido de casa —susurró ella—. Es demasiado peligroso. Los centinelas lo vigilan todo.

Pronto, escucharon unos pasos acercándose. Aguantaron la respiración en un esfuerzo para no hacer el menor sonido. Una voz rompió el silencio:

—¡Iguales para hoy! ¡Cupón de los ciegos! ¡Traigo la suerte!

Sara y Daniel vieron, desde su escondite, un señor avanzando tranquilamente con la ayuda de un bastón. No daban crédito a sus ojos.

—¿Un vendedor de cupones? ¿Aquí?

—Debe ser una trampa, un androide camuflado con holograma. Nada más puede explicar este absurdo.

Un ruido violento detrás de ellos les alarmó. Daniel apuntó, por instinto, con su rifle de plasma hacia esa dirección. Sara comprobó el detector de movimiento.

—Es un grupo. ¿Serán centinelas?

—No quiero averiguarlo. ¡Corre!

Apenas se habían movido, cuando escucharon unas voces desde el interior del hueco.

—Son gente —dijo Sara.

No tardaron en ver aparecer un grupo de jóvenes despreocupados y hablando alegremente.

—Buenas tardes —les saludó uno de ellos.

Sara y Daniel seguían en el extremo del túnel, y el grupo se había detenido, esperando a poder pasar. Había espacio de sobra, pero, desde la propagación de la epidemia, la gente mantenía las distancias unos con otros, especialmente cuando no se conocían.

—¿Vais al Delfín vosotros también? —preguntó uno de los chicos.

—No, vamos a casa de unos amigos. Pero nos detectamos unos pasos, creímos que eran centinelas y nos habíamos escondido.

—Ah, no os preocupéis. Los androides no vigilan aquí abajo. Ellos están programados para mantener la cuarentena en las calles. Las máquinas son así.

—Hace poco, hemos visto pasar a un señor vendiendo cupones. ¿Era cierto o una trampa del gobierno? —preguntó Sara.

—Era de verdad. Como nadie puede salir a la calle, se han venido aquí abajo a hacer negocio. Estos túneles son bastante populares.

—Esto es ridículo —exclamó Sara.

—¿De dónde has sacado ese rifle de plasma? Está chulo —dijo uno de los jóvenes.

—En el ciberespacio profundo. Lo compré para excavar hasta casa de nuestros amigos, pero esto está ya lleno de túneles —respondió Daniel.

—Sí, hay un montón. Buenas tardes —saludó a una pareja de ancianas que pasaban por otro lado—. Poco a poco, la gente ha ido cavando tantos túneles para ir a casa de amigos, tiendas, pedir sal al vecino… Ya no hace falta hacer nada; seguro que alguno te lleva a dónde queréis ir.

—Eso habíamos pensado, pero no sé a dónde dirigen —respondió Daniel.

—Hay una aplicación para el móvil maravillosa para esto. Pones el destino, y te marca los mejores túneles. ¿A dónde vais?

—Al sector cuarenta y cinco.

El chico insertó la dirección en su móvil, y un holomapa mostró varias rutas posibles a través de una telaraña de cuevas excavadas.

—Este es el camino más rápido.

—¿Y esos puntos? —se interesó Sara—. ¿Son sensores de los centinelas?

—Puestos de kebabs. Este otro es de cafés para llevar. Los verde son gente vendiendo latas de cerveza.

Sara miró a Daniel, incrédula, y preguntó:

—¿Hay tenderetes?

—¡Y manteros! A veces, hasta se improvisan tecno-fiestas.

—Bueno, tenemos que seguir. Mucha gracias por vuestra ayuda —se despidió Daniel.

—Esto es de locos. La gente no hace caso al toque de queda y no paran de salir de sus casas. Esto solo empeora la pandemia.

—Bueno, nosotros hemos salido para ir a casa de la Yoli.

—No es lo mismo. Nosotros sabemos lo que hacemos.

La promoçió

Aprovechando estos tiempos de reclusión, puedes leer un poco más y hacerte con unos cuantos relatos míos a poco más de lo que me cuesta un latte de soja en U.K.

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