Mi pequeña vergüenza

La última de ellas dejó de tener convulsiones hace unos instantes. Sus cuerpecitos jóvenes, tiernos, se balancean lentamente en sus respectivas sogas.

Me siento avergonzada. Soy una egoísta. Eran unas niñas, apenas diez años. Por supuesto soy la responsable. Pero no había otra solución.

Dejo la habitación. Paso por el pasillo. La moqueta está en muy mal estado. Debí hacerla cambiar hace tiempo. Ahora carece de interés. Lo importante ahora, es encontrar a las demás niñas.

Me asomo a otra habitación. Dentro, encuentro a las gemelas. Me miran con ojos enrojecidos, llorosos. Aún siguen vivas, en sus últimos segundos, también colgando al final de unas telas. Una tercera, la que les ha ayudado a apartar la silla, está subiendo a la suya. Pone la soga alrededor del cuello. Me mira. Tiene miedo. No se atreve a dar el paso. Pobre. Es tan joven. Las lágrimas recorren sus mejillas. En un arranque de valor, salta de la silla. Ahora cuelga junto a sus amigas.

Siento compasión por ellas, pero asco por mí. Aún así es la mejor decisión.

Tras ellas, puedo ver la calle a través de la ventana. Dije que había que quitar el cartel. No me hicieron caso.

Encuentro la siguiente habitación vacía, pero la ventana está abierta. Me asomo. Abajo, sobre la acera, están Maria, Susana y Emilia cogidas de la mano. Inertes, sobre un charco de sangre, aplastadas contra el suelo.

En la siguiente yacen Julia y Laura. Amigas hasta la muerte. La una con un cuchillo en las tripas de la otra.

En la última, Marcela está sentada sobre su cama. Su mano tiembla. Los ojos cubiertos en lágrimas. Solloza. En la mano tiene una cuchilla.

Dice que no se atreve. Dice que tiene miedo. Son tan valientes. Yo tan cobarde.

Con cariño, tomo la cuchilla. Digo que cierre los ojos. Le corto el cuello. Es más rápido que las muñecas. La abrazo y la sujeto en sus últimos momentos. Mi ropa, cara, brazos están cubiertos de sangre. La sangre de una niña. ¿Pero acaso no lo está ya? Apenas habían vivido. Ya no lo harán. No conocerán nada de la vida.

Subo a mi despacho. Observo la ciudad desde el balcón. Solo me queda esperar pacientemente. Enciendo un cigarro. Saboreo su aroma.

No espero mucho. Antes de terminar el cigarro, los veo llegar. El cartel los atrae, como adiviné.

No tardan en derribar la puerta.

Sus pisadas resuenan por la planta baja, pisoteando los escalones con ansia. Al principio los oigo reír. Luego son quejas y maldiciones. Sonrío con satisfacción. Termino el cigarro y dejo caer la colilla al vacío. Solo encuentran niñas muertas, inútiles para sus deseos.

Dedico una última mirada a la ciudad. Es bonita. Incluso en llamas y con algunos edificios destruidos sigue teniendo encanto.

Una voz tras de mí anuncia al resto de sus compañeros que aún queda una mujer viva.

Saco la pistola del bolsillo. Mi pequeña vergüenza. Los soldados se detienen en seco al verla.

Me apuntan con sus rifles. No se deciden a disparar. Me quieren viva. Me quieren para su diversión. Soy su única muñeca.

No saben que solo tengo una bala. Pude dar muerte rápida a una de las niñas. Preferí guardarla para mí. Espero que me perdonen.

Con el cañón en la boca, mi último pensamiento es ese maldito cartel. Un cartel anunciando un colegio femenino era lo peor que se podía exponer en una ciudad conquistada.

5 comentarios sobre “Mi pequeña vergüenza

  1. Es desgarradora la historia, que una mujer tenga que llegar a ese extremo para evitar ser violada, agredida o vete a saber qué, a ella o a otras mujeres, es lo mas triste y surrealista, no obstante y dejando de lado la historia en sí, me ha gustado mucho porque he estado intrigada hasta el final, donde para mí ha habido un giro total al descubrir que era una mujer la protagonista de la historia.

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