Esto es un remake del relato «5 pecados», para un ejercicio de novela erótica del curso de escritura. He cambiado arias cosas para hacerlo mas «cuento»
Perdóname, padre, porque he pecado. Como sacerdote, mis pecados son imperdonables. Debería ser un ejemplo de rectitud, la luz guía de mi rebaño. Por eso, imploro su perdón. Apelo a la infinita misericordia de nuestro Señor.
¿Cuándo mis cinco sentidos me traicionaron, convirtiéndose en portales al pecado?
¿Cómo ha podido una sola mujer hacer aflorar estas emociones desconocidas por mí, hacerme faltar a mis votos?
Mis ojos, siempre fríos y sensatos, ahora se han convertido en mi mayor enemigo. Me muestran cosas nunca importantes antes, sin poder apartarlos de ella.
No es solo su cuerpo, cuando se mueve, cuando sus curvas se contornean con una sensualidad propias de la serpiente, ni la visión de su torso agitándose por la respiración. El auténtico tormento es su rostro.
Su cara, de facciones finas, casi angelicales, se torna en la imagen de la perdición, un rostro imposible de dejar de mirar. Mis escrutinio lo acaricia, me deleito con cada ligero gesto, cada mínimo cambio de expresión. Sus ojos, la manera de cerrarlos. Aquella sonrisa maligna, revelándome su deseo, fue algo imposible de ignorar, ni siquiera con la ayuda de Dios.
Me pedía no mirarla de aquella manera, pero ¿cómo dejar de hacerlo? ¿Cómo dejar de saciar un hambre de verlo todo, tanto lo que muestra su vestido como lo que oculta? ¿Cómo no ceder a sus encantos cuando vino a mi recámara privada? Incluso ahora, cuando ya no está, el recuerdo de aquellas horas vuelve a mí, imposible de ignorar. Ni siquiera cerrar los ojos sirve de nada. Todo cuanto pasó está grabado a fuego en mi mente, llena de aquello vetado para nosotros.
La sensibilidad de mi cuerpo se ha rebelado con una forma de placer desconocida hasta entonces. Cuando sus manos recorrieron mi piel, me perdí en la sensación más deliciosa nunca sentida. Pero esto no es nada comparado con el tacto de su piel. Incluso las imperfecciones solo sirven para acentuar la maravilla del resto de su fisionomía. Tan fácil es recorrerla que podía ir desde sus manos, pasar por los brazos, pechos, cintura, y acabar en sus pies en un movimiento fluido. Mis manos se convirtieron en ríos, fluyendo por el caudal de sus formas.
También mis labios se sumaron a este banquete de sensaciones, envidiosos, ávidos de participar. Devoré cada sinuosidad, sin dejar un ápice de ella sin ser besado o mordido, en un intento de saciar un hambre que, lejos de hacerlo, se acrecentó cada vez más.
Pero si esto hace pensar que el placer de sentir su cuerpo era algo insuperable, no lo es, porque nada de lo anterior puede compararse al deleite de hacer el amor con mis labios a los de su entrepierna. Ahí es donde mi lascivia se desbordó, mi deseo de vivir cambió a preferir morir entre sus ingles, porque ya nada podrá satisfacerme nunca como ese órgano de condenación.
El deleite de mis sentidos encontró otro nuevo mundo al llenarme de su sabor, el de su boca, su piel, la degustación de sus pechos, sus partes más íntimas. Un sabor que me ha mostrado otros mundos y me ha convertido en un adicto a él. Aún recuerdo sus risas al no entender mi extraña perversión. Es su olor, un ligero aroma, mi opio personal, al que soy adicto.
Es entonces cuando sus gemidos se hicieron hueco, acabando con mi cordura. Su voz pedía parar, pero su mirada decía lo contrario, y yo no pude, ni quise, detenerme. La forma en que me susurraba al oído que era su juguete de placer, el taparse la boca para ahogar su deleite, despertaba una furia interna en mí. No era yo mismo, padre. Una fuerza diabólica tomó posesión de mí, me entrelazó en el cuerpo de ella, corrompiendo la belleza de su espalda con los surcos de mis uñas. Lejos quedaron las palabras sagradas, ahogadas por gemidos, estimulando aún más mi deseo.
Dejé de ser un humano. Era un animal, su juguete, tal como ella dijo. Una bestia encomiada a la condena del fuego eterno.
Lo fui desde que mis sentidos me traicionaron, cuando deseé satisfacer este hambre, perderme en su aroma, su piel. Lo quise todo, sin límites. De hecho, lo sigo deseando, padre. Deseo cuanto quiera darme. ¡Todo! Deseo oír otra vez su voz azotando el pecado en mí para satisfacer todos los deseos, los suyos y míos, una bestia manejada como una mascota a su placer.
Rece por mí, padre, no solo porque he pecado, sino porque volveré a hacerlo. Mi alma pecadora arderá por siempre en el infierno. En realidad, me siento orgulloso de ello.
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