Estábamos todos prestando atención a la aburrida explicación del capullo de Marcelo, sobre las interminables gráficas del PowerPoint proyectado sobre la pantalla llena de luces. Seguramente, solo la encontraba interesante él.
Por esto, me había sentado justo en el otro extremo de la mesa ovalada, en el asiento más atrás de todos. Así nadie podría ver mi cara aburrida.
Otra ventaja de mi posición era tener a Nieves sentada junto a mí. Habíamos ido a tomar una cerveza unas cuantas veces después del trabajo y me lo pasaba bien con ella. Además, ambos compartíamos el mismo sentimiento por Marcelo: No lo soportábamos. Era el perfecto blanco de nuestras bromas. De hecho, fue gracias a un comentario de ella cuando descubrimos nuestro mutuo desprecio por este sujeto. Debido a su forma de andar, recto, todo estirado, lo apodamos “el pantera rosa” o el “palitroque”, como si tuviera un palo metido por donde no da el sol. Aunque Nieves estaba convencida de que esa parte del cuerpo de Marcelo debía estar muy bronceada, porque nada más podría justificar su ascenso. Me encantaba cuando decía esas cosas.
Al poco de empezar a trabajar, llegó con los labios y la sombra de ojos negros. A mí, ese contraste de color con sus ojos claros me encantó. Pero «a los de arriba», no. Le dieron un toque de atención. A los dos días, tenía el pelo teñido de verde. Volvió a tener otra charla. Al día siguiente llevaba puestos todos sus piercings, normalmente prohibidos por las reglas de la empresa. El jefe de su sección la miró en silencio, sin hacerle la más mínima gracia su aspecto. Ella se limitó a devolverle la mirada sin inmutarse e hizo un gesto con la cabeza a modo de cuestión. Era como si quisiera ser despedida. Aquel se limitó a darse la vuelta y dejarla por imposible. Cuando alguien la miraba con desaprobación, ella devolvía una sonrisa borde. Todos la odiaban. Tenía el coraje de hacer lo que le daba la gana y ellos no. Eso, en una oficina donde la gente está preocupada por su imagen, con reglas estrictas de etiqueta, era un acto de rebeldía. Era esa actitud transgresora lo que más atractivo de ella para mí.
Unos pocos días atrás, cuando ya teníamos más confianza, tras unas cervezas, me confesó que los cuartos de baño parecían cómodos. «¿Para qué?», le pregunté. Ella sonrió con esa cara de bruja del averno suya. No hicieron falta más palabras. Solo con eso, tuve un apretón en el pantalón. Pero no pasó nada más.
Ahora, Nieves estaba jugueteando con el bolígrafo. Me dio una patadita por debajo de la mesa. Cuando la miré, puso el boli horizontal, todo recto. Lo empujó hacia arriba, fingiendo meterlo en algún lado, mirando con un ojo cerrado al imbécil de Marcelo. Fingí toser para camuflar la risa.
―¿Todo claro? ―preguntó este al oírme.
Automáticamente, me senté bien en la silla.
―Sí. Todo claro.
El imbécil continuó con su presentación.
Nieves se inclinó hacia mí.
―Me aburro ―susurró en el oído.
Al hacerlo, me había rozado la oreja con los labios. Sentirlos tan cerca me puso la piel de gallina.
―No te he oído ―mentí para sentirlo otra vez.
Volvió a acercarse. Esta vez, saboreé el momento. Aspiré el aroma de ella.
―Me has oído perfectamente, vicioso ―dijo esta vez. Sin avisar, me clavó los dedos en la pierna.
Reprimí un grito. Me volvió a mirar, sonriendo con expresión de demonio, capaz de despertar los míos.
Me estaba poniendo muy nervioso. La garganta estaba seca. Mis manos temblaban de excitación. En ese momento, mi mente estaba muy lejos de allí. En realidad, muy cerca. Concretamente, sobre esa misma mesa, con todos los papeles esparcidos. Centré la atención en el PowerPoint para alejar estos pensamientos.
Entonces, sentí su mano en la pierna otra vez, pero, esta vez, con suavidad. Deslizó lentamente los dedos por el muslo hacia arriba. Aunque estábamos al final de la sala, la mesa era ovalada y los compañeros seguían estando cerca; podían ver algo en cualquier momento. Una cosa era bromear, pero esto era distinto. Me asusté. Mi primer impulso fue apartar la pierna. Pero una parte de mí no lo hizo. Tampoco le sacudí la mano. Dejé que siguiera. «No llegará muy lejos. Solo está provocando», me decía para tranquilizarme. En realidad, deseaba estar equivocado.
Lo estaba. Gracias a Dios. Llegó hasta la entrepierna. La acarició. Se le escapó una risita cuando descubrió mi pronta excitación. Pero me sentía impresionado, incapaz de hacer nada, moverme o reaccionar. Apartó la mano. Se reclinó para separar las piernas ligeramente. Subió la falda hasta mitad del muslo. Me estaba invitando. O quizá retando.
Sin poder creerlo, recogí el guante. Puse la mano sobre la rodilla. Ella acercó la pierna hacia mí. También subí lentamente.
Jugueteaba con el bolígrafo en los labios. Cruzamos miradas. Lo lamió muy despacio. Cuando llegó a la parte del capuchón, lo arañó con los dientes.
Seguí subiendo por la pierna, en busca del final del trayecto. Puso la mano sobre la mía, la apretó con fuerza. La sujetó. Sonrió con malicia.
Entonces, hizo una pregunta en voz alta a Marcelo. No recuerdo lo que dijo, pero me dio un vuelco el corazón. Mi reacción fue apartar la mano cuando el resto de la mesa se giró hacia ella. Pero no podía. La aferraba sobre su muslo, por debajo de la mesa, y no la soltaba. Forcejeé en vano. Ella miraba impasible a Marcelo, hablándole como si no pasara nada.
Solo fueron unos segundos. Cuando aquel respondió a su pregunta, todos volvieron a dirigir la atención a la pantalla luminosa. Pero para mí, ese instante fue una eternidad. Lo suficiente para hacerme sudar y poner el corazón a cien.
Nieves liberó la presa. Volví a mi posición. Estaba asustado. Pero, sobre todo, excitado.
Miré el PowerPoint, como un chico bueno, a recuperarme del susto, volviendo a la vida real.
Entonces, volvió a acercarse a mi oído.
―Cuando acabe esta mierda, quiero comprobar la comodidad de esos baños.
Y me clavó otra vez los dedos en la pierna.