Templanza

El paladín yacía en el suelo, la sangre abandonaba su cuerpo por una gran herida en el vientre.

Los atacantes, tras conquistar la victoria, le habían dado por muerto, como al resto de sus compañeros de armas. Él era el único superviviente de la masacre y, en breve, dejaría de serlo.

La sensación de algo tocándole la cara y el sonido de un olfateo le devolvieron la consciencia. Con esfuerzo alzó la cabeza y abrió un ojo. Poco a poco pudo enfocar la vista. Cuando lo hizo, vio frente a él un enorme lobo blanco olfateándole, quizá comprobando si seguía con vida.

Un súbito instinto le hizo revolverse. El lobo saltó hacia atrás y adoptó una postura más agresiva, mostrando las fauces acompañado de un gruñido.

Los recuerdos volvieron a su cabeza. Recordó la herida casi mortal que le había abierto el abdomen. Para su sorpresa, sus intestinos seguían dentro de él, aunque debía sujetarlos para manterlo así. Había perdido mucha sangre y estaba moribundo. No podría defenderse de semejante criatura si decidía atacar y, aunque consiguiera hacerlo, moriría igualmente. Era el fin inevitable. Debía entregarse a los brazos de la muerte y prepararse para su viaje al Palacio del Becerro.

En el suelo, sobre un charco de su sangre, entonó los rezos, pidió perdón por sus pecados y pidió el amparo de su dios.

El lobo avanzó unos pasos.

Un pensamiento se abrió paso en su entumecida mente. No había luchado toda su vida por defender la fe del Becerro, no había sobrevivido a tantas luchas y heridas para acabar así, devorado por un animal oportunista. Era un paladín del Becerro, y eso significaba morir en la gloria. Su dios representaba la vida y la esperanza en el momento más oscuro.

Con mucho esfuerzo y dolor, agarró la espada y la sacudió para ahuyentarlo, pero el animal no se movía de donde estaba.

Perdió el equilibrio y cayó de bruces. El lobo avanzó unos pasos.

Ignorando el dolor, el paladín, volvió a incorporarse hasta quedar de rodillas. Alzó su arma y amenazó al lobo con ella.

El lobo, por algún motivo que el soldado no entendió, giró y se perdió en el bosque. ¿De dónde había salido? ¿Quizá estaba explorando y volvería con el resto de su grupo? No lo sabía y no podía quedarse a averiguarlo.

Usando la espada como soporte, se levantó, sin dejar de apretarse el vientre. Miró a su alrededor y comprobó que el resto del grupo estaba muerto. No podía hacer nada por ellos, pero dejarlos así, sin una sepultura adecuada, sin recibir las palabras del clérigo, era inconcebible. Sus almas inmortales no podrían ir al Palacio y quedarían condenadas a vagar por la tierra.

Debía sobrevivir. Encontrar un sitio donde sanar sus heridas. Entonces podría cumplir para con sus compañeros caídos.

Imploró la ayuda del Becerro para darle fuerzas y llegar a algún templo o poblado. No sabía hacia dónde debía ir. Se encontraba desorientado, pero, si el lobo había ido hacia el oeste, él iría hacia el este.

Con su espada larga como soporte, sufriendo un dolor insoportable, dejó el campo de batalla. Cada paso le resultaba un tormento. Recitaba versos al Becerro, pidiendo su ayuda.

Una luz entre los árboles le llamó la atención. Debía ser una casa, quizá algún cazador, un leñador o un bosquimano. Clamó gracias a su dios por su bondad y se acercó lentamente hacía allí.

Tras lo que le pareció una eternidad, por fin vio una construcción de madera.

La idea de recibir ayuda inmediata, o por lo menos encontrar a quien reportar sobre sus compañeros para enterrarlos como se merecían, le dio fuerzas cuando estaba apunto de desfallecer.

Sus esperanzas se convirtieron en horror cuando, ya cerca de la cabaña, se dio cuenta de que estaba en ruinas; el techo se había derrumbado y el tiempo había dado buena cuenta de las paredes de madera. Cayó de rodillas con las lágrimas de desesperación cubriéndole la cara.

¡Había visto una luz! ¡Había un fuego, estaba seguro!

Debió ser una alucinación por la falta de sangre. Sentía frío. El cuerpo entero se convulsionaba y tiritaba.

Estaba a las puertas de la muerte y su cabeza deliraba. Eso había sido. Solo una quimera. Nunca conseguiría llegar a encontrar ayuda. Sus compañeros nunca serían encontrados y quedarían abandonados.

No era capaz de levantarse ni moverse. Solo podía respirar y con problemas. Lo lamentaba por sus compañeros, pero no podía más. Iba a morir. En esa postura, de rodillas, con la espada caída en el suelo, se quedó a la espera de las tinieblas.

Un sonido a su espalda le alertó. Temiendo que el lobo le hubiera seguido se giró demasiado rápido y la herida le hizo aullar de dolor.

Cuando vio lo que había producido el sonido quedó paralizado. Un león salía de entre los arbustos. Aunque no le miraba, demostraba consciencia de su presencia. El animal daba un rodeo, sin acercarse a él, pero rodeandole sin mostrar signos de agresividad. No obstante… ¿un león? Era imposible. Estos eran animales de otras regiones, no de aquí. ¿Quizá se había escapado de algún circo, donde lucharía contra criminales?

Recordó como, en los tiempos antiguos, cuando los humanos habían dejado de nacer y la humanidad estaba abocada a desaparecer, Alfwip, el mesías del Becerro, tuvo una visión. Lo mismo le estaba pasando a él. El león no era un animal escapado; era una señal del Becerro, un símbolo. Su amada divinidad se manifestaba en forma de visiones. Le decía que debía ser fuerte, tener coraje y seguir luchando.

Una vez más, se levantó con esfuerzo. Las piernas le fallaron y cayó. El dolor del golpe le hizo gritar. El león seguía junto a él, esperando algo.

Volvió a alzarse muy lentamente, sintiendo el peso del mundo sobre su espalda. Se incorporó. Recuperó la espada. Poco a poco, se puso en pie. Dio un paso. Respiró hondo. Dio otro paso. Un tercero. Continuó caminando. Al final debería llegar a algún sitio. Su dios le guiaría.

El frío le consumía y tenía sed.

Dio varios pasos más. Cada uno de ellos era una pequeña gran victoria. Se detuvo a descansar un poco, a sabiendas que cada momento era un grano de arena que se escapaba de su reloj vital.

¿Hacía dónde debía ir?

El león olfateaba el aire.

Quizá era otra alucinación, pero de repente sintió el olor a leña ardiendo. Debía haber una casa cerca. No sabía muy bien por qué, pero se dejó llevar por su sentido del olfato.

El olor de la leña le inspiraba la imagen de una hoguera. El recuerdo de una olla al fuego donde se cocía comida, o quizá un cerdo asándose, y la imagen en su mente de la hoguera era tan vívida, que olvidó el frío.

Tras un tiempo demasiado largo, perdido en sus sueños pudo ver otra choza. Un miedo le asaltó: ¿y si era otra alucinación? O peor, ¿y si era la misma choza de antes y había andado en círculos?

No podía detenerse ahora.

Se acercó a la cabaña. El olor se hacía cada vez más intenso, demasiado real como para ser un espejismo.

Le faltaban pocos pasos para llegar a la puerta cuando tropezó y se derrumbó.

“Pies no me falléis ahora. ¡Becerro, dame fuerzas para llegar al final del camino!”

Estiró un brazo. Clavó los dedos en la tierra. El otro protegía su herida. Tiró. Su cuerpo se arrastró. Lo repitió otra vez. Un reguero de sangre iba dando testimonio de los escasos centímetros que avanzaba. Intentó gritar, llamar a quien estuviera en esa casa, pero no podía hablar. Tenía la garganta seca. Le faltaba el aire.

Oyó el crujido de una puerta de madera abrirse.

“Lo logré”, pensó y se dejó caer en el mundo de la inconsciencia.

Cuando despertó no sabía dónde estaba. Apenas recordaba nada, pero yacía en un jergón de paja. Tenía el torso cubierto por vendas y sus cosas estaban en un rincón de la cabaña.

El sonido de cerámica le advirtió de la presencia de alguien haciendo cosas. Un hombre pequeño estaba ordenando la parte cercana al fuego.

Tras el largo caminar, el dolor, la visión de la muerte, había sobrevivido. Ahora podría informar de la derrota y cumplir con sus compañeros caídos. Suspiró con alivio.

El hombrecillo lo vio cuando se giró para llevar unos objetos.

—Ya estás despierto. Traias unas heridas en muy mal estado. Vas a tardar en poder andar y recuperarte, pero lo harás. Es casi un milagro que consiguieras seguir vivo cuando te encontré a la puerta de mi choza.

El paladín suspiró.

—Fue el Becerro. Gracias a él llegué aquí. Un enorme lobo blanco estuvo a punto de devorarme.

—¿Un lobo? No hay nada así por estas tierras. Los cazadores acabaron con todos hace tiempo. Menos todavía uno enorme y blanco. Debiste soñarlo.

El soldado frunció el ceño, extrañado. Aún podía verlo, amenazante, con sus dientes enormes listos para lanzarse contra él.

—También vi un león. Pero eso seguro que fue una alucinación.

—¡Sin dudas! Un león por aquí… Tus heridas te debieron hacer delirar.

También recordó la cabaña fantasma.

¿Todo habían sido quimeras, invenciones de su mente moribunda? Ahora estaba a salvo y no importaba. Le contó todo lo ocurrido.

—Él Becerro me ayudó a llegar hasta aquí. Sin su ayuda nunca lo hubiera logrado.

El pequeño ermitaño se sentó en un banco y encendió una pipa. La cabaña se llenó de un olor a hierbas.

—Sin duda viste cosas, y te ayudaron a llegar hasta aquí. Pero fuiste tú quien recorrió todo el camino, quien se levantó cuando cayó, quien dio un paso tras otro cuando hubiera sido más fácil abandonar toda esperanza, cuando te arrastraste los últimos metros. No fue el Becerro el que blandió la espada contra ese lobo, negándose a entregar la vida fácilmente. Todo ese trabajo duro fue tuyo. Si no lo hubieras hecho, estarías muerto en alguna parte del bosque.

Un escalofrío sacudió al paladín. Entonces, ¿dónde había estado su dios todo este tiempo? ¿No había intervenido en absoluto?

—Todo lo que ví: el lobo blanco, el león, la luz de la choza… ¿Qué fue todo eso? ¿Delirios, ayudas mandadas por el Becerro?

El hombrecillo se encogió de hombros.

—Quien sabe. Pero desde luego, te dieron la templanza cuando más la necesitabas.

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