Llevo años huyendo, viviendo como un mendigo lejos de poder llamar a ningún lugar hogar.
Y lo merezco; por mi gran culpa.
Nunca permanezco en el mismo sitio demasiado tiempo. Una noche, dos quizá, pero una tercera podría ser peligroso, ya que siguen mi rastro como auténticos perros de presa, sin dejarse ver, esperando a tenerme a mano para lanzarse sobre mí. Lo llevan haciendo durante años, con una voluntad inquebrantable y sin rendirse jamás.
Pero sé que, pese a haberlos burlado todo este tiempo, antes o después me encontrarán. Nunca se rendirán hasta que den conmigo.
Seguro que no hay imagen que más paz les traiga que verme colgando de la rama de algún árbol. Seguro que han soñado durante largas horas con la imagen de mi cuerpo meciéndose lentamente como un péndulo de carne muerta y amoratada, pataleando al principio durante unos dolorosos minutos, luchando por respirar mientras la soga me estrangula. Y se quedarán durante horas, días quizá, disfrutando del espectáculo, disfrutando del resultado de años de búsqueda.
Y lo merezco.
Por eso debo huir, debo vivir como un mendigo sin hogar. Me alimento únicamente de lo que puedo recibir de alguna alma caritativa, que no sabe a qué tipo de persona está alimentando. Porque lo cierto es que si supieran lo que realmente soy, la naturaleza tan despreciable de mi pasado, no me darían sino patadas. Y me merecería todos y cada uno de sus golpes.
Me merezco todo lo que me pasa.
A veces pienso que debería dejar que ellos, mis antiguos camaradas, me encuentren y dejar que su venganza termine con mi pesar. Pero luego pienso que eso sería muy fácil, y prefiero seguir sufriendo esta penitencia. Que todos y cada uno de los castigos que nuestro señor se tiene a bien mandarme sirvan para expiar mi pecado.
Quizá me observan, me vigilan y disfrutan de cada piedra que ha golpeado mi cuerpo. De cada paliza, cada noche que he pasado temblando por las fiebres, cada día de soledad y exclusión, de la lepra que me corroe…
Oh… seguro que lo hacen.
Me acechan. Porque todo es por mi culpa y me odian.
Lo sé porque en las noches puedo sentirlos. Siento su mirada fija en mí. Como me observan desde las tinieblas. Incluso me parece escuchar sus voces, sus juramentos de venganza, sus voces de odio profundo hacia mí, lo mucho que me detestan y lo mucho que desean que me una a ellos. Me miran con sus cuencas vacías. Braman de rabia con sus cadavéricas bocas. Se arrastran desde sus tumbas para llevarme con ellos.
Y a veces quiero que lo hagan.
Aquellos a los que una vez llamé compañeros de armas, hermanos de sangre, aquellos con los que combatí en numerosas pendencias por expulsar al infiel de las tierras de nuestro Señor. Dispuestos a luchar hasta la última gota de sangre si fuera necesario, y tal juramento de sangre hicimos una noche: nunca abandonarnos hasta que nuestro Señor nos llame a su lado.
Un juramento que rompí cobardemente, dejándolos abandonados en el campo de batalla a su suerte, cuando sabíamos que la derrota era inevitable. Ellos estaban prestos a vender caras sus vidas y morir con honor, pero yo no. Tenía demasiado miedo a morir.
Corrí como un cobarde, como una rata huye al menor ruido. Corrí rompiendo nuestro juramento de sangre mientras mis hermanos de sangre perecieron en el campo.
Y sigo huyendo, alejándome de ese campo en el que debí haber perecido como corresponde a un soldado. Huyo del castigo a la horca para los cobardes.
Por eso me buscan. Me acechan. Sus ojos fantasmales recorren la tierra de los vivos, y cuando permanezco demasiado en el mismo lugar, puedo sentir su presencia.
Sus figuras aparecen en la noche y me muestran con orgullo las heridas que les causaron su gloriosa muerte en batalla. Sus rostros deformados por su deseo de venganza aparecen recordándome el pacto que rompí.
¡El pacto! Ese maldito pacto. En qué mal momento accedí a él.
Ahora, cada día que fracasan en su caza, es otro día que pasan en el infierno de estar entre dos mundos. Y yo, cobarde de mí, soy incapaz de entregarme a su juicio y proporcionarles su merecido descanso. ¡Incluso en eso les traiciono!
Todo es culpa mía. Todo es por mi culpa.
Cuántas veces he oído sus gritos de agonía en la noche. Cuántas veces el silencio nocturno ha sido violado por el sonido de los pasos de marchas forzadas de la tropa. Cuántas noches ese sonido me ha hecho abandonar con prisa demencial donde quiera que me hubiera resguardado.
Mis pies no pueden soportar el peso de los años, ni mi espíritu tanto odio hacia mi mismo. He decidido dejar de huir. He decidido quedarme bajo un árbol dónde me ahorcarán. He decidido ponérselo fácil; es lo menos que puedo hacer por ellos. Sí, he decidido pagar por mis pecados.
Ahora, puedo sentir su presencia helada. Sus ojos me espían, los rincones oscuros se llenan de sus voces. Suspiros cargados de odio me hielan. Sus voces se hacen cada vez más fáciles de oír.
Puedo escucharles.
«Nos abandonaste».
Lágrimas caen por mis mejillas.
«Rompiste la promesa».
Me acurruco y tapo las orejas para no oírlos.
«Vagamos sin rumbo ni descanso».
Las voces no cesan.
«Danos la paz».
Me juzgan.
«¡Cobarde!»
Me sentencian.
«Debes morir».
Veo sus rostros. Todos ellos, los de mis compañeros. Aquellos con los que compartí el rancho, con los que pasé tantas penurias.
«Castigo para el traidor».
Una cuerda rodea mi cuello.
«Pena de muerte para el desertor».
Ya no tengo miedo de morir. Estoy demasiado cansado de correr, de huir. Ahora sólo deseo reunirme con mis compañeros. Deseo la paz que da recibir el castigo que merezco.
Me entrego a ellos sin ofrecer resistencia. La rama del ciprés cruje ligeramente por mi peso.
Han conseguido venir completamente a este mundo, completamente encarnados, aún carcomidos por el tiempo, como muertos vivientes. Estoy listo para morir.
«Cumple tu promesa. Muere con nosotros»
Caigo y la soga me golpea la garganta. Mi cuerpo cuelga ahora y ellos me miran, satisfechos mientras bailo en la cuerda. No puedo evitar orinarme encima, ante las risas de mis hermanos. Oigo el sonido de la rama crujiendo ante mi bamboleo. No puedo respirar, la presión de la lengua es insoportable. Su venganza se cumple. La promesa se mantiene tras todos estos años. Ahora pueden escapar del limbo y obtener la paz y yo me uniré a ellos.
He cumplido mi promesa.
Hermanos, parto con vosotros.
…
A la mañana siguiente, los habitantes de la pequeña villa, encontraron a un mendigo colgando de un ciprés del cementerio. Muchos pensaron que probablemente se suicidó intentado dar fin a su vida de miseria, acelerando una muerta desagradable por la lepra que lo consumía. Unos pocos decían que estaba loco; hablaba sólo y quizá se suicidó en un ataque de demencia.
Aunque el hijo de la lechera decía que un grupo de soldados lo hizo, pero nadie le creyó, porque el pobre chico no estaba bien de la cabeza; a veces veía cosas.
Las imágenes pertenecen a sus autores.