Al igual que mucha gente, tengo miedo a las tormentas. Pero no es el sonido del trueno, la potencia de la lluvia o los rayos. Es esa cosa que viajaba en la tempestad, aquello que intervino en mi vida y me dañó de tal forma, que no podré ser curado jamás.
Por aquel entonces, tenía unos diez años y vivía con mi familia en una pequeña aldea apartada en el monte, en una pradera verde, rodeados de naturaleza, con un río amplio y caudaloso que nos proporcionaba toda el agua que necesitábamos. Vivíamos un poco apartados del pueblo porque mi padre era leñador y se dedicaba a proveer leña, junto a otros mozos del pueblo.
Las lluvias eran frecuentes, por eso era todo tan verde y vivo, pero estábamos acostumbrados y sabíamos cómo llevarlas. Solo de vez en cuando ocurría una auténtica tormenta.
Un día, una de esas tormentas cubrió todo el valle durante horas. Duró tanto que los mayores acudieron al río para controlar si se desbordaba. Mientras mi padre ayudaba, mi madre, mi hermana, nuestro mastín y yo nos quedamos en casa junto al fuego.
Yo miraba a través de la ventana. Me gustaba ver la lluvia, escuchar el sonido de los truenos y el de las gotas golpeando en el techo de paja. A mi hermana, en cambio, le asustaba y se estremecía con cada fogonazo de los rayos. Me parecía gracioso que le dieran miedo y me hacía sentir más valiente y mayor.
La lluvia continuaba fuerte, casi ensordecedora, y yo miraba fascinado los relámpagos que iluminaban la oscuridad con luz azul blanquecina. A veces, pensaba que los gigantes de las tormentas estaban discutiendo y fantaseaba con sus peleas. Imaginaba que, cada vez que retumbaba un trueno, un gigante le había dado un puñetazo a otro.
Sin aviso, justo en el instante en que un rayo cayó, vi una figura en la lejanía, pero solo duró lo mismo que la luz del fulgor. Tan pronto como se oscureció todo, había desapareció. Quizá fue una sombra. La cuestión es que ya no había nada y los lloros continuos de mi hermana me estaban distrayendo bastante.
Entonces, me di cuenta de que Jordan, nuestro perro, miraba fijamente al monte, hacia donde yo había visto la figura. Ya no había duda; algo había estado allí.
—¿Qué has visto? —pregunté a Jordan y, justo en ese momento, el prado se iluminó otra vez con el fulgor azul.
Jordan comenzó a ladrar y, cuando miré, no había nada. La oscuridad de la tormenta volvía a cubrirlo todo.
—¡Hazle callar! —ordenó madre, que bastante faena tenía intentando consolar a mi hermana.
—Tranquilo, no pasa nada —le decía a Jordan, pero no paraba de ladrar.
Se movía inquieto, daba vueltas buscando una manera de salir de la casa, rascaba la puerta, iba a la ventana, volvía a la puerta y otra vez a la ventana. Entonces, se quedó quieto, con la mirada clavada en la puerta de madera, como si percibiera algo más allá de ella.
El cielo se iluminó. Esta vez, fue tan intenso que su luz eléctrica devoró la del hogar, como si la tormenta quisiera mostrar su poder frente al del fuego. El trueno sonó potente como si que el cielo se hubiera resquebrajado profetizando el fin del mundo. En ese instante, pude volver a ver la figura. Solo durante ese segundo fugaz. Jordan ladraba otra vez, gruñía, arañaba la puerta y mostraba los dientes; parecía haberse vuelto loco.
—¡Llévatelo al cobertizo y déjalo ahí! —ordenó madre.
Yo tenía la mirada fija en el prado; quería saber qué era eso que solo se veía cuando caía un rayo.
—¡José! —insistió madre—. Llévate a ese condenado perro. Está poniendo más nerviosa a tu hermana, y a mí también.
—Sí, madre.
En cuanto abrí la puerta, Jordan escapó hacia la pradera sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo, se detuvo en un punto y volvió a ladrar, más agresivo que nunca. Corrí para alcanzarlo y, cuando estaba a unos pocos metros, otro relámpago. Ahora lo vi mucho mejor; estaba cerca. No tuve tiempo de fijarme, pero era algo que no había visto nunca antes ni pude asociar con nada que conociera. Me asusté tanto que me quedé congelado en el sitio. Jordan seguía ladrando.
Otra descarga iluminó la lluvia con un flash, una columna de luz golpeó en el suelo del valle y la figura apareció de nuevo. Estaba junto a Jordan y, cuando desapareció, Jordan desapareció con él. Mi perro ya no estaba, no se le oía, era como si nunca hubiera existido. El eco del trueno era el único sonido de su ausencia.
No podía dar crédito a mis ojos. Mi perro, el enorme mastín de caza, había desaparecido justo en frente de mis ojos. ¡Se lo había llevado! ¿Qué era eso que aparecía con el relámpago y podía llevarse a mi perro con él?
—¡José! —Era la voz de mi padre, ahogada por el estrépito de la lluvia, que llegaba corriendo desde el río— ¡José! ¡Vuelve a la casa!
—¡Padre! ¡Jordan ha desaparecido!
—¡Vuelve a la casa! —insistió sin oírme.
Varios hombres del pueblo le seguían a unos metros de distancia. Nuevamente, el cielo se alumbró como la luz del fin del mundo. La extraña criatura estaba justo frente a mí.
Una garra, similar a una pata de gallina, se abalanzó sobre mí. En el centro de la su palma, había algo que creí que era un ojo. Por el susto, retrocedí de un salto, tropecé y caí de espaldas al suelo. La garra ya no estaba.
Aturdido y confuso, alguien me levantó por la ropa sin ningún cuidado.
—¡Corre a la casa! —me gritó padre en la cara.
—¡Corre, Josito! —gritaban los otros.
Comencé a correr. El corazón bombeaba en mi pecho y me faltaba el aire, pero no dejé de correr. Oí el sonido crepitante que auguraba otro rayo. Me giré para mirar atrás.
Junto a mi padre, apareció aquella cosa, iluminada como un ser divino por la luz imnaculada del relámpago. Era una silueta deforme, un torso alargado y retorcido que se alzaba en pose orgullosa y majestuosa. Del cuerpo, surgían multitud de prolongaciones repartidas sin ningún orden ni criterio, terminadas en garras de varios dedos largos y finos. Una de ellas apresó a mi padre y… ya no estaban.
—¡Padre!
—¡José! ¡José! ¡Corre a casa! —ordenaba madre.
—¡Padre! —seguía llamándole, pero padre ya no estaba; había desaparecido sin dejar rastro.
Uno de los hombres me cogió del hombro y me sacudió.
—¡Corre a casa, Josito! —me gritó por encima de la lluvia.
—¿Dónde está padre? ¡Quiero que vuelva!
—No hay nada que puedas hacer —respondió con tristeza—. La tormenta se lo ha llevado.
Sentí como si una parte de mi alma fuera arrancada sin compasión alguna. Hacía apenas unos pocos minutos, todo estaba bien y, ahora, padre había desaparecido, llevado por… por algo que ni siquiera sabía que era. ¡No podía aceptar su pérdida! ¡No de esa manera!
—¡No puede ser! ¿Dónde está mi padre?
—Corre o te llevará a ti también.
Quería hacer volver a mi padre, pero me sentía demasiado inútil e impotente como para enfrentarme a ese monstruo y recuperar lo que se había llevado. Corrí a casa sin dejar de llorar lágrimas también arrebatadas por la lluvia.
Mi madre me recibió agarrándome por un brazo, me empujó a la casa y cerró la puerta de golpe. Cayó otro rayo, pero ya no aparecía ningún monstruo. Solo quedaba el sonido de la lluvia y los truenos.
Nunca más volví a ver a mi padre ni a mi perro. Tampoco supe qué se los llevó ni porqué. Sencillamente, la tormenta se los tragó para siempre. Madre me prometió que ya se había ido, que aquella criatura no volvería, pero ¿de qué sirve una promesa, que no depende de quien la hace?
Todas las fotos pertenecen a sus autores.
2 comentarios sobre “Tormenta”