Mojandar el Viejo era conocido por todo su pueblo. Había dos motivos por lo que le llamaban así; se llamaba Mojandar, y era viejo.
Durante toda su vida había trabajado duro en un taller de madera para poder tener su casa, criar una familia y llevar una vida decente.
Y todo ese tiempo se había resentido por una cosa: soñaba con construir un barco. No era necesario que fuera un gran barco, ni un galeón ni nada de eso. Una embarcación sencilla a la que llamar propia, no porque la hubiera comprado, sino porque la había hecho con sus propias manos, con su esfuerzo y tesón.
Pero siempre surgían cosas que se lo impedían. El trabajo, atender la familia, problemas varios… Cuando no era una cosa, era otra. El día en que decidía comenzar su labor, tenía que acudir a algún recado, o alguno de sus hijos se ponía enfermo, o estaba demasiado cansado tras una jornada en el taller.
Pero ya nada iba a interponerse en su camino. Se había retirado de su trabajo para disfrutar la vejez, y ahora tendría todo el tiempo del mundo para él. También tenía las maderas, los planos, las herramientas y, por encima de todo, la decisión. Nada ni nadie iba a evitar que hoy comenzara a trabajar en su barco.
Su sueño, tantos años pospuesto, deseando sentir en sus manos el tacto de la madera pulida, escuchar su crujido mecido por las olas, perderse río abajo y explorar nuevas zonas, o sencillamente pasar horas pescando tranquilamente, en compañía de alguno de sus hijos, o incluso nietos, iba a verse hecho realidad
Y todo eso gracias a su barca, fuente de alegrías y felicidad.
Hoy se había levantado completamente decidido a empezar, y no pararía hasta terminarlo. No había excusas, ni nada que lo impidiera.
Tras un desayuno generoso, salió al patio, dónde una gran montaña de tablones y otros materiales estaban esparcidos desde hacía meses, algunos incluso años, esperando a dar forma al objeto para el que, a juicio de Mojandar, fueron creados.
Extendió los planos y los miró detenidamente, como si fuera la primera vez. En realidad, había pasado cientos de noches mirándolos, extasiado, imaginando como sería una vez construido; se los sabía de memoria. Pero no quería cometer el más mínimo error, debía estar seguro de que sabía perfectamente lo que tenía que hacer.
Tomó el martillo, lo sopesó, pensando en qué sería lo primero que iba a hacer.
Blandió el martillo.
Varias veces.
Lo analizó. ¿Sería este martillo adecuado para la tarea? ¿Y si no lo era?
Casi mejor sería asegurarse. Mañana iría al herrero a por un martillo mejor.
Volvió a su casa pensando que, mañana, cuando tuviera ese martillo, nada ni nadie iba a evitar que construyera su barco.
Muy bueno. En cierto modo creo que todos los «mundanos» pasamos la vida excusando nuestro miedo al fracaso de intentar destacar
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